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viernes, 21 de noviembre de 2014

"¿Qué cómo era el gordo? Era de Central, muy gauchito"

11:30 Lucas era padrino de una nena de 2 años, Nina. El “grandote” de piel muy blanca, amante de “El Indio” llegaba al metro 85 y pesaba 130 kilos. Una imagen, quizás un tanto lejana a la de esos pibes jóvenes, que deambulan en las barriadas en busca de menos aburrimiento y que mueren a decenas cada semana en Rosario. La historia de Lucas Espina contada por su mamá Norma Virginia Bustos

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Por: Florencia Coll - Archivo 17 de julio de 2013

Norma empuña cada palabra para hacerle lugar a la siguiente. Le da espacio. Respira hondo y llora.  Habla. Denuncia. Da nombres que recién ahora salieron en los diarios. Habla del poder y no tiene miedo. Dice que a ella ya la mataron pero quizás también sabe que esa dignidad la despierta al día siguiente para a volver a creer. Norma Espina tiene un hijo muerto.Dice que sin él se le apagó la vida. Que están todos muertos. Que ella también está muerta desde que acribillaron a Lucas. Que apenas unos días después su padre murió de tristeza y que desde hace tres meses vive en el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (Heca), porque su marido tiene una enfermedad extraña: sus riñones no responden y le diagnosticaron plomo en sangre. “Él está vivo sólo porque yo estoy ahí”, dice 

La  madrugada del domingo 27 de enero la despertaron los disparos.  No eran como los de noches anteriores. Por eso, Norma se desencajó, miró a su marido y saltó de la cama. No dudó en salir a la vereda apenas con un jogging debajo del camisón. El ruido era potente.

Un ratatatatá desesperante de cuatro o cinco segundos y otra vez. Fuerte. Secuencia. Eléctrica. ¿Pero cómo suena una ráfaga de ametralladora? La imaginación apenas alcanza el máximo volumen de surround sound en alguna película hollywoodense. Es un sonido violento.  Parece salido de una consola moderna de videojuego, de una playstation que hace temblar.

Norma cree que también alguna vez lo soñó. Era un sonido muy diferente al de una pistola o un revólver, que es seco. O el de una escopeta, que tiene eco y el clash de la recarga del arma. Por eso Norma vuelve a escuchar mientras camina desesperada sobre sus pasos y ve un auto que dobla a toda velocidad.  Sabe que Lucas tiene que estar ahí en la esquina con los pibes, pero se frota los ojos porque no lo ve. Está solo tumbado en el piso y se ha quedado en silencio hasta la llegada de Norma.

Lucas murió unas horas después en el Heca, ese lugar de donde casi no se puede despegar desde que su marido enfermó. El 122 la deja ahí todos las mañanas a las 8  y la  noticia de este jueves de otoño la alivió: A Oscar lo pasan de sala y quizás en un mes más le den el alta.

La noche más calurosa de enero, Lucas salió como siempre a la esquina con dos pibes más. Una cerveza que no alcanzó a terminar con su mejor amigo, Joel y Gonzalo, que es “otro buen pibe”. “Acá todos sabemos por qué los testigos por miedo no quisieron hablar y que buscaban a otro chico, no a mi gordo. Eran dos autos. Un conductor le dijo al otro: No tirés que acá no está el que buscamos, pero el otro volvió y disparó igual”. La ráfaga se oyó fuerte. Las marcas aún están en las columnas y en la pared de la casa de la esquina. “Todos sabemos cómo se mueve acá”, dice Norma.

Ella pidió justicia a la intendenta, al ministro de seguridad y hasta a la presidenta. A pesar de que ni el deseo ni el pedido se cumplió,  no va a hacer justicia por mano propia. “Pero yo sé que con la droga se paga todo. No tengo miedo que me peguen un tiro porque desde el sábado ese, yo ya estoy muerta. Por eso les digo: que vengan y me maten. Van a matar un cuerpo porque yo estoy muerta hace rato”.

La pizza desde hace casi una década fue el sustento para la familia de Norma. Harina, “levadura humedecida con agua tibia”, una pizca de sal y aceite con  el queso cremoso de oferta se vendían muy bien en la Plaza López de Pellegrini y Buenos Aires. Ella cocinaba hasta cien pizzas por semana. Las cargaba de a treinta en un bolso enorme y las vendía en los puestos de feria, hoy gacebos blancos de los emprendedores de economía solidaria. Unos meses antes de la crisis de 2001, el marido de Norma fue despedido de la empresa de micros Tirsa -que hacía la conexión San Nicolás-Rosario- y por eso ella no dudó en resistir a la crisis con las pizzas. Vendió su alianza de casamiento y con eso compró el horno. Lo hizo casi sin pensar,  como lo hace cuando amasa.

A los 20 días de la muerte de Lucas, Norma se cruzó con el abogado de José “Pepe” y  Milton Damario, uno imputado y procesado por el juez  y  el otro, uno de los siete prófugos de la justicia provincial por una serie de narco-crímenes. Ahora su fotografía está entre los sospechos de haber matado a  Ariel “Pájaro” Cantero, acribillado de seis balazos el 26 de mayo de 2013 en la puerta de un boliche de Villa Gdor. Gálvez. Recuerda bien el encuentro con ese abogado de zapatos y auto tan importados como lustrados. Ese señor del derecho con la sonrisa dibujada y tan falsa como sus dientes.  Ahí, en los pasillos del primer piso de los Tribunales, le dijo: “Las condenas no son eternas. ¿Sabés que los perros esos que vos sacás a la calle van a seguir matando? ¿Sabés que un día cuando consigan otro diablo que les cobre menos, será a vos a quien disparen?”.  Y siguió: “¿Cómo duermen a la noche?, ¿cómo acuestan a sus hijos? Yo no les tengo miedo, qué me puede pasar? Ellos también tienen las manos manchadas  con sangre”, dijo. “¿Por qué me lo mató?. Quiero mirarlo a los ojos y que me lo diga”.

La conversación duró unos pocos minutos. Más que los que tardó en subir las escaleras de tribunales y mucho menos que la espera del 122 en la esquina de su casa.

La lectura y la Norma no se llevan demasiado bien y aunque sabe de homicidios culposos y de su propia culpa por no conseguir justicia, ella repasa números y hasta detalles de las leyes del Código Penal. Los conoce bien. Dice que se las aprendió por una vecina.  “Una de dos: o no están bien o la interpretación amparada por algunos jueces amigos, hace que una persona que recibe amenazas para no declarar pueda ser careada con el sicario acusado”.

Norma es alta y fuerte. Quizás no lo sabe a sus 50 años, y sobre su piel cansada se estira un pelo negro también fuerte. Lacio y pesado por el volumen de su cola de caballo. Lo recoge con una hebilla hacia atrás. El brillo se concentra en sus ojos, que ya cerca de las siete denotan el agotamiento de la tarde. Todavía tiene que bañar a Oscar y volver a zona sur.  “¿Qué cómo era el gordo? Era de Central, muy gauchito con nosotros y con los amigos”.  Lucas era padrino de una nena de 2 años, Nina.  El “grandote” de piel muy blanca, amante de “El Indio” llegaba al metro 85 y pesaba 130 kilos. Una imagen, quizás un tanto lejana a la de esos pibes jóvenes, que deambulan en las barriadas en busca de menos aburrimiento y que  mueren a decenas cada semana en Rosario. Que no alcanza que sean sólo números o estadística de Censo porque no estudien ni trabajen.

Norma se persigna al pasar por la iglesia. Ella a pesar del dolor puñal cree en Dios y en la Virgen de Itatí. Sabe que tuvo varios impulsos como para  “arrancar el altar y hacerlo cagar”. Los tuvo, pero no se atrevió. “Es que él no me lo protegió”, dice.

El altar rojo de dos metros con casita a dos aguas del Gauchito Gil es imponente. Se ve desde un par de cuadras. Lucas lo levantó con un amigo en una tarde de marzo de 2011, después de la promesa que le hizo al protector de los pobres cuando le dieron trabajo en la General Motors. El laburo duró seis meses, pero él decidió dejarlo. Cada día le prendía una vela colorada. Así lo muestra una de sus últimos posteos en el muro de facebook.  Se ve parte de su cuerpo, su mano sosteniendo el teléfono para tomar la fotografía. Y Norma no quiso cerrar ese muro tan visible. Lucas se ve reflejado en el vidrio del altar, que hoy sobreviene en Pavón al 4900 (Necochea a la misma altura).

“Ojo que parece Kosovo”, dice Norma al entrar en su casa de zona sur. Está casi en la esquina de Pavón y Santa Rosa de Lima, lugar dónde llegaron a principio de los ’80, cuando los únicos sonidos que podían despertarlos a la madrugada eran los tiros de los milicos o alguna corrida de grupos que operaban en la clandestinidad. De familia “peronista y de central”, ella recuerda el terror que siempre le tuvo a las armas por aquella vez con su abuelo. Un revólver de culata negra con un brillo plateado en el caño largo que encandilaba cuando disparaba. Fue cuando ella tendría 11 o 12, época en que el viejo la usaba “para cuetear a unas palomas”, que  tumbadas y llenas de polvo se desahuciaban en tierra.

Norma también recuerda esas y éstas noches y hasta encuentra alguna sincronía entre los ruidos de balas que escupían los grupos de tareas y los de las bandas narco, que cada vez se escuchan más temprano. “Yo le dije a todos, al juez, a la fiscal, al ministro (Raúl) Lamberto y al diputado (Agustín) Rossi: Ustedes son como los milicos, están matando a toda una generación. Y eso es imperdonable. No puedo creer que no se pueda cambiar”.

Norma dice que en su barrio los tiros retumban todas las noches como una banda de sonido ensordecedora. Y como una película de terror que pareciera que nadie y todos quieren dejar de ver.

En un extremo de la ciudad, en el sur, quedan atrás las moles de cemento, los nonoblock del Fonavi, la zanja,  la banda del tanque y las barritas de pibes que se juntan ahí. Quedan atrás los cuchicheos de vecinas que saben.  En otro extremo, en Pellegrini y Vera Mujica, frente del hospital en donde  hace siete meses se fue Lucas, Norma respira. No hay lágrimas esta tarde. Sabe que no puede desarmarse. Aún queda el viaje de 50 minutos en el 122, que la dejará de nuevo en su casa y mañana otra vez volver por Oscar.  “En el momento en el que le pegaron los tiros a mi hijo me mataron a mí“, repite. Pero en cada nuevo viaje le quedará tiempo para pensarse muerta cuando -aún sin saberlo- Norma decide aferrarse a la vida y seguir hacia adelante. Otro día más. 


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